No es fácil aprender a volar sorteando los desafíos de la vida.
Primero se es nada, un ente inexistente vagando en lo que creemos se llama Limbo.
El viajero es incorpóreo, flota por Dios sabe dónde, hasta que un vientre pone fin a la espera y abraza su espíritu.
¡Felicidades!
Ahora es el momento de nacer.
El tiempo dentro de la madre es escaso, pero no menos significativo.
El vínculo inicia con un cordón umbilical y de ahí no se deshace jamás, aunque unos cuantos sabios expliquen lo contrario.
Se puede cortar físicamente aquel lazo, pero su esencia permanece.
Y atrapa.
Mantiene la calidez del nido y las caricias en su lugar.
La naturaleza es curiosa por su perfección y belleza.
Al igual que la infancia.
Aquel ser de encías madurando progresa, deja a un lado los pañales y el biberón para tomar en sus manos aviones de madera y accesorios para morder.
El viajero ahora es un niño.
Uno que con botines y andar vertiginoso va en pos de una pelota que ha pateado su padre; que utiliza la cuchara para todo excepto para llevar el alimento a su boca.
Uno que ha dicho ma y es vitoreado por los habitantes de su hogar.
La niñez del viajero es el regalo acordado para endulzar lo que habrá más adelante, pues el niño en un par de segundos se ha vuelto hombre.
Quiere descubrir parajes nuevos, así que inicia un vuelo lleno de irregularidades durante el cual conoce a otros viajeros, todos con actitudes e ideas autónomas.
En algún momento batirá sus alas junto con un par de personajes que se le unan, consolidando amistades efímeras o admirablemente fuertes.
Hay diversión, emoción y curiosidad en la mente del viajero y así es como se encuentra frente a la primera persona especial.
Todo iba bien hasta que llega ese momento.
El viajero nota la diferencia de volar con su equipo y volar con la persona especial.
Hay vértigo, nervios e inseguridad.
¿Qué habrá mañana? se pregunta internamente.
Comete el error de pensar que lo que siente será eterno como las olas del mar o el viento que lleva susurros entre los árboles.
Inicia un vuelo de dos en busca de lo que ha escuchado nombrarse como "Felicidad".
Tiene la idea de que lo encontrará junto al ser especial que vuela a su lado por primera vez.
Pero luego aquel ser se desvía y decide volar por cuenta propia, o simplemente encuentra a un viajero menos taciturno e inestable.
Deja al viajero en soledad y desasosegado.
¿Qué hacer?
Dejar que todo siga su curso.
Perseguir lo que se cree perdido.
Luchar una batalla que ya ha sido ganada por alguien más.
Es difícil elegir.
Porque cualquier cosa que el viajero decida será responsabilidad suya exclusivamente.
Un golpe que crea el bucle llamado madurez.
La madurez se adhiere al espíritu y permite volar a quien elige seguir adelante.
Otros viajeros abandonan la carrera y se dejan morir, o peor, esperan que alguien más les liquide.
Son formas de enfrentarse al amanecer que caracterizan a cada individuo.
El viento se vuelve denso, congelado.
Quema la piel y malgasta el alma y los huesos.
Sin embargo, el viajero vislumbra un puerto al que acudir en busca de abrigo.
Y allí encuentra, luego de muchos desvíos, alguien especial nuevamente.
Pero esta vez no hay prisas ni eternidades terrenales.
Solo es el calor de la compañía y el afecto entre un par de alas igual de rotas y enmendadas.
Solo es el ahora.
Y el viajero lo entiende.
Su larga travesía continúa en compañía de otro viajero, que comprende, que conoce nuevos caminos.
Luego inevitablemente llega el fruto de la convivencia e inicia el reposo.
Se establece en un sitio seguro y decide que volar es asunto de los viajeros futuros.
Mira con su compañera hacia el ocaso y respira su último aliento.
Su viaje concluye, entonces.
Tal vez no fue perfecto, hubo daños, dolor y decepciones.
Pero tales sirvieron para realzar el afecto, la dulzura y la esperanza.
El viajero inicia así un nuevo viaje al cerrar sus ojos para siempre.
Aquel es un viaje desconocido, pero no puede evitar sonreír antes de irse.
La aventura a penas comienza.
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