Abro los ojos y lo primero que atraviesa mi visión, es un claro rayo de sol colándose entre las ramas del árbol junto a la ventana.
Intento respirar hondo, como me ha recomendado el médico, pero simplemente el aire escapa de mis pulmones.
El dolor y mi fatiga aumentan.
Una hermana se acerca a mí y me mira con cautela,
preguntando si estoy bien.
La observo y emito un gruñido.
Hace ya siete meses que yazgo en esta cama, podrido por
esta desdicha miserable que me consume
de a poco; una vil peste que hizo de mí un parásito.
Ser un oficial reconocido entre la guerra me venía bien,
pero, para mi maldita suerte, una noche me encontré débil y sollozante.
Las fiebres me habían atrapado en su cruel garra y yo,
penitente, clamaba piedad.
Piedad porque era joven.
Piedad porque no era justo.
Piedad porque aún no era nada de lo que había deseado cuando
niño.
Pero, ¿cuándo la bestia llamada “destino” es justa?
Me extrajeron de mi regimiento casi en huesos, escupiendo
palabras inconexas mezcladas con fluidos purulentos.
Delirante.
De repente, no conocí de otra cosa que no fueran manos sobre
mi frente y mis demás miembros, paños fríos y una que otra cucharada de
caldo de pollo.
Era el infierno.
Un hombre fuerte, reducido a un vegetal pútrido, deseaba la
muerte.
Aún la deseo.
Pero entre más la deseo, más se escurre, más se aleja.
Más se alegra de que ruegue por ella.
Miro de pronto mis sábanas, anegadas de sangre y otras
asquerosidades y mentalmente río, irónico.
Qué común la inmundicia para mi alma arrogante.
De pronto siento que algo cambia en el aire, es una cualidad
que se obtiene al pasar tanto tiempo sin otra cosa que mirar al techo y
respirar.
Un ruido como de cañones atraviesa mi cabeza embotada por
drogas y me decido a girar la mirada un poco para investigar.
Todo sucede de una manera espectralmente lenta.
Las hermanas de la sala se estremecen al notar dos grandes
golpes en la pared de enfrente, que fueron acompañados de destrucción.
Las camas en ese lugar están vacías, pero, a mi lado, hay otras
dos, ocupadas.
Siempre me pareció extraño que sus dos ocupantes se miraran
y se tocaran tanto entre ellos, pero ahora me dieron lástima.
Habían unido sus camas e intentaban elevar una plegaria a su
dios con una devoción desmedida.
Hubiera querido imitarlos, si acaso pensara que hablar con
algo inexistente ayudaría un poco.
Siguen ruidos de
pisadas, muchas pisadas, acompañadas de gritos y estruendos.
La pequeña puerta desmadejada sale volando y entran cuatro
seres.
Sus sonrisas autosuficientes dan muestra de que son soldados.
Así que el escenario de la guerra se había trasladado hasta
aquí.
Tres de ellos se retiran de la sala, buscando más diversión,
y dejan un único elemento apuntando a las hermanas con su fusil; su rostro
llameaba en estado de éxtasis.
Esa clase de euforia causada por la posesión de un arma.
El Poder.
Las mata en el acto y, a continuación, mira a los dos
orando.
Su gesto de asco iguala al mío cuando los conocí, por eso sé
que les dejará observar la matanza hasta que ya no quede nada, excepto ellos.
Su dios tenía sentido del humor, después de todo.
Eso me deja a mí en la sala.
Moriré al fin.
Y me matará alguien digno de mis vilezas.
Salvo que, el soldado mira hacia mi cama y tuerce la sonrisa, se gira y dispara a los
dos de las camas juntas.
El soldado abandona la sala, con su fusil en ristre, y una risa
enajenada.
El soldado abandonó la sala porque, allí, no quedaba nadie
vivo.
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