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jueves, 27 de febrero de 2014

Relato: Monólogo de un soldado


Abro los ojos y lo primero que atraviesa mi visión, es un claro rayo de sol colándose entre las ramas del árbol junto a la ventana.


Intento respirar hondo, como me ha recomendado el médico, pero simplemente  el aire escapa de mis pulmones.

El dolor y mi fatiga aumentan.


Una hermana se acerca a mí y me mira con cautela, preguntando si estoy  bien.
La observo y emito un gruñido.

Hace ya siete meses que yazgo en esta cama, podrido por esta  desdicha miserable que me consume de a poco; una vil peste que hizo de mí un parásito.

Ser un oficial reconocido entre la guerra me venía bien, pero, para mi maldita suerte, una noche me encontré débil y sollozante.

Las fiebres me habían atrapado en su cruel garra y yo, penitente,  clamaba piedad.
Piedad porque era joven.
Piedad porque no era justo.
Piedad porque aún no era nada de lo que había deseado cuando niño.


Pero, ¿cuándo la bestia  llamada “destino” es justa?

Me extrajeron de mi regimiento casi en huesos, escupiendo palabras inconexas mezcladas con fluidos purulentos.
Delirante.
De repente, no conocí de otra cosa que no fueran manos sobre mi frente y mis demás miembros, paños fríos y una que otra cucharada de caldo  de pollo.
Era el infierno.
Un hombre fuerte, reducido a un vegetal pútrido, deseaba la muerte.


Aún la deseo.


Pero entre más la deseo, más se escurre, más se aleja.
Más se alegra de que ruegue por ella.

Miro de pronto mis sábanas, anegadas de sangre y otras asquerosidades y mentalmente río, irónico.
Qué común la inmundicia para mi alma arrogante.

De pronto siento que algo cambia en el aire, es una cualidad que se obtiene al pasar tanto tiempo sin otra cosa que mirar al techo y respirar.
Un ruido como de cañones atraviesa mi cabeza embotada por drogas y me decido a girar la mirada un poco para investigar.

Todo sucede de una manera espectralmente lenta.

Las hermanas de la sala se estremecen al notar dos grandes golpes en la pared de enfrente, que fueron acompañados de destrucción.

Las camas en ese lugar están vacías, pero, a mi lado, hay otras dos, ocupadas.
Siempre me pareció extraño que sus dos ocupantes se miraran y se tocaran tanto entre ellos, pero ahora me dieron lástima.
Habían unido sus camas e intentaban elevar una plegaria a su dios con una devoción desmedida.
Hubiera querido imitarlos, si acaso pensara que hablar con algo inexistente ayudaría un poco.

Siguen ruidos de pisadas, muchas pisadas, acompañadas de gritos y estruendos.
La pequeña puerta desmadejada sale volando y entran cuatro seres.
Sus sonrisas autosuficientes dan muestra de que son soldados.

Así que el escenario de la guerra se había trasladado hasta aquí.

Tres de ellos se retiran de la sala, buscando más diversión, y dejan un único elemento apuntando a las hermanas con su fusil; su rostro llameaba en estado de éxtasis.
Esa clase de euforia  causada por la posesión de un arma.

El Poder.

Las mata en el acto y, a continuación, mira a los dos orando.
Su gesto de asco iguala al mío cuando los conocí, por eso sé que les dejará observar la matanza hasta que ya no quede nada, excepto ellos.

Su dios tenía sentido del humor, después de todo.

Eso me deja a mí en la sala.
Moriré al fin.
Y me matará alguien digno de mis vilezas.


Salvo que, el soldado mira hacia mi cama y  tuerce la sonrisa, se gira y dispara a los dos de las camas juntas.

El soldado abandona la sala, con su fusil en ristre, y una risa enajenada.




El soldado abandonó la sala porque, allí, no quedaba nadie vivo.



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