Apoyada en el marco de la ventana de mi casa, esperaba como todas las tardes.
Adoraba ese lugar porque sentía la brisa de primavera acariciar mi rostro y era tan fácil llegar a la puerta desde allí. Era mi puesto de mando luego de la siesta de las tres.
Repentinamente escuché aquellas campanas que me alertaban de su llegada y no lo dudé. Busqué en el bolsillo de mi vestido violeta y encontré una pequeña cosa brillante que mi madre llamaba "moneda".
Salí ,tan rápido como mis piernas me lo permitían, al encuentro con lo más dulce del día.
Al fin estaba frente a mis ojos EL CARRITO DE LOS HELADOS.
Pienso que aquel tierno ancianito que abría las ventanas del carrito era lo que mi mamá llamaba cienfíticos pues ellos lo saben todo acerca de todo. Y ese señor conocía a la perfección el sabor de helado favorito de todos los niños que le daban la moneda. No entendía por qué los adultos valoraban tanto las monedas…tal vez ellos comían más helado que nosotros, por eso se molestaban tanto cuando perdían una.
Vi que de pronto se acercaban cada vez más niños, todos amigos míos, pero había uno que nunca había visto. Era un niño nuevo.
Me quedé viendo sus ojos. Eran grandes y de un color extraño, pero me gustaron mucho. Brillaban tanto que parecían el sol.
Me acerco a la ventana desde donde el ancianito me miraba y con una expresión de alegría y una radiante sonrisa, en un momento, me dio el helado que amaba. Un conito de cerezas.
Lo recibo con un "gracias" y le doy la moneda a cambio.
A penas lo había probado, cuando unos niños grandes patearon una pelota que aterrizó justo sobre mi mantecado, haciendo que mis cerezas se estrellaran en el pavimento.
Empecé a llorar, tirándome frente mi mantecado, pero parecía no importarle a nadie, pues los adultos que por ahí transitaban conversaban con otro, se tomaban de la mano o llevaban globos y flores del color de mi helado muerto en el suelo.
A nadie interesaba que aquella tarde no sería feliz.
Me quedé viendo sus ojos. Eran grandes y de un color extraño, pero me gustaron mucho. Brillaban tanto que parecían el sol.
Me acerco a la ventana desde donde el ancianito me miraba y con una expresión de alegría y una radiante sonrisa, en un momento, me dio el helado que amaba. Un conito de cerezas.
Lo recibo con un "gracias" y le doy la moneda a cambio.
A penas lo había probado, cuando unos niños grandes patearon una pelota que aterrizó justo sobre mi mantecado, haciendo que mis cerezas se estrellaran en el pavimento.
Empecé a llorar, tirándome frente mi mantecado, pero parecía no importarle a nadie, pues los adultos que por ahí transitaban conversaban con otro, se tomaban de la mano o llevaban globos y flores del color de mi helado muerto en el suelo.
A nadie interesaba que aquella tarde no sería feliz.
De repente sentí que alguien me tomaba de la mano y lo miré. Era el niño de los ojos como el sol.
Me sonrió y me ofreció su helado, que también era de cerezas.
-Si quieres lo compartimos- me dijo
-Bueno- le contesté- pero lo comemos en el portal de mi casa o sino mamá me regañaría.
El niño asintió con la cabeza y lentamente caminamos hasta allí, aún tomados de la mano.
Jamás volví a verle otra vez. Nunca supe quién era, pero ahora, catorce años después, me doy cuenta de dos cosas:
Me sonrió y me ofreció su helado, que también era de cerezas.
-Si quieres lo compartimos- me dijo
-Bueno- le contesté- pero lo comemos en el portal de mi casa o sino mamá me regañaría.
El niño asintió con la cabeza y lentamente caminamos hasta allí, aún tomados de la mano.
Jamás volví a verle otra vez. Nunca supe quién era, pero ahora, catorce años después, me doy cuenta de dos cosas:
Primera, aquella tarde comí el mantecado de cerezas más delicioso de mi vida.
Y dos, comprendí que fue mi primera celebración de San Valentín, aunque ni si quiera sabía que los días se numeraban y los meses tenían un nombre.
Y dos, comprendí que fue mi primera celebración de San Valentín, aunque ni si quiera sabía que los días se numeraban y los meses tenían un nombre.
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